El licensing puede ser un concepto relativamente nuevo en el mundo de los negocios. Soy José Francisco Cerdá, el segundo de tres hermanos y este término anglosajón, de una forma u otra, me ha acompañado desde mi juventud hasta ahora.
Nací en los 70 y me crié en l’Olleria, un pueblo del interior de la provincia de Valencia. He vivido la pasión por el trabajo que mi padre nos ha inculcado a mis hermanos y a mí desde pequeños. Aunque por entonces yo no imaginaba que la semilla que sembraba mi padre en nosotros, brotaría algún día.
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Mi nivel de consciencia sobre lo que significaba trabajar era nula. Tampoco sabía a qué se dedicaba mi padre. Recuerdo una vez en clase, la profesora nos preguntó por la ocupación de nuestros padres y no supe qué contestar. Mi padre era diferente a los padres de los otros niños. No era albañil, no era panadero, no tenía una tienda y tampoco trabajaba en ninguna fabrica de vidrio.
Él viajaba de un sitio a otro. Hablaba a diario con señores a los que llamaba clientes o representantes y los fines de semana se los pasaba en el taller de fabricación que tenía. Allí hacía lo que yo llamaba “manualidades”, que no eran otra cosa que maquetas de las nuevas colecciones de productos. Creo que ahí se gestó la vena artesana de la empresa.
Era divertidísimo tener un padre que trabajaba en algo que no podíamos nombrar porque realmente no sabíamos a qué se dedicaba. Nos pasábamos horas en el taller que era también fábrica y almacén. Mis hermanos y yo convertíamos esos 400m2 en nuestro espacio de juego. Correteábamos por los pasillos, nos escondíamos entre las estanterías, dibujábamos en las paredes… Básicamente hacíamos lo que hacen los niños pero en un entorno menos común.
Los veranos de mi niñez también eran diferentes. Nuestras vacaciones del cole coincidían con el pico más fuerte de actividad de la empresa. Así que arrimábamos el hombro para “sacar la faena”. Esta frase era como un mantra que se repetía en mi casa. Mis hermanos y yo aportábamos nuestro granito de arena aunque he de reconocer que muchas veces éramos más un estorbo que una ayuda.
Lo mejor venía cuando mi padre nos llevaba de viaje a visitar a los clientes, y nos íbamos toda la semana con él. Tendría sobre los 10 años cuando empezamos a conocer lo que era la profesión de la venta. Y lo hicimos a base de kilómetros en el coche en pleno verano. Sin aire acondicionado, experimentando de primera mano las aventuras por las que pasa un vendedor en su día a día. Para mí era como una montaña rusa. Son sin duda de mis mejores recuerdos.
También me viene a la mente el cariño con el que los clientes trataban a mi padre. Había dos cosas que para él eran innegociables: sus valores y la forma que tenía de entender la venta. “Al cliente se le respeta”, nos decía y posiblemente por eso llevaba tan mal que le intentaran engañar o que no le pagaran.
Mi padre todavía hoy mantiene el contacto con muchos de aquellos clientes que conoció en los 80. En casa hemos escuchado muchas historias sobre esa época y mi padre las atesora con nostalgia.
Con el tiempo empecé a hacer practicas dentro de la empresa. Sin saberlo estuve en diferentes departamentos y tuve lo que hoy llamaríamos un proceso de coaching empresarial. Personalizado y de la mano del gerente. Disfruté mucho haciendo esas prácticas aunque ahora que lo pienso, no fueron remuneradas.
Y así es como en 1987 mi padre me llevó un día a Madrid. Era mi primer viaje allí, tenía 12 años. Íbamos a Disney. Imagínate la ilusión que me hacía. Creí que iba a un parque con atracciones, juguetes y muchísima diversión. Nada más lejos. A la vuelta mi padre me explicó que íbamos a hacer cosas con Mickey Mouse. Ese día no había ido como yo esperaba. Fue mejor. Habíamos firmado el primer contrato de licensing de Cerdá.
A partir de ese momento, la empresa empezó a experimentar un cambio visible en la forma de hacer negocios. La influencia de Disney modificó el perfil de la organización, de la misma forma que la adolescencia marca y define el camino que de adulto vas a seguir. Podría decir que la empresa y yo entramos a la vez en una especie de pubertad en la que los cambios eran constantes.
Vivir la transformación de cerca hizo que mi formación universitaria estuviera enmarcada dentro del ámbito empresarial, sobre todo me atraía el lado más creativo. Así fue como empecé en marketing. Me gustaba la idea de hacer algo que no sabía realmente lo que era, por todo lo que implica: la innovación, el estar siempre descubriendo conceptos y enfrentándome a nuevos retos por descubrir. Me llamaba la atención y me dejé llevar. Todavía hoy me gusta y continúo aprendiendo y formándome.
Con los años, Disney se hizo más grande y nosotros mayores. Mis hermanos y yo ya somos conscientes de lo que implica trabajar en la empresa familiar. Ahora también sabemos a qué se dedicaba mi padre. Pero la inocencia y las ganas de jugar siguen ahí. Esas ganas de jugar nos han llevado a emprender diferentes aventuras: ampliando instalaciones, viajando por el mundo, firmando nuevas licencias… Siempre bajo la atenta mirada de su fundador.
Esa mirada de padre que observa a su bebé, ve como tropieza, se levanta y se pregunta ¡qué demonios va hacer con el enchufe!
Cuando miro atrás veo que no ha cambiado nada y ha cambiado todo. Aunque la esencia es la misma y mantenemos el espíritu, la filosofía, los valores y el trato de aquel pequeño taller artesanal, ahora lo hacemos con un gran equipo y con un nivel máximo de exigencia que aporta la experiencia.
Juntos seguimos aprendiendo y compartiendo esos pequeños momentos que siempre nos han acompañado en estos 50 años de vida.
José Francisco Cerdá
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